Sacerdote jesuita y miembro del capítulo local IRI-La Macarena, este santandereano integra la espiritualidad y la acción comunitaria para proteger el bosque tropical amazónico. Desde la fe, impulsa un mensaje claro: cuidar el ambiente es hacer la paz con la naturaleza.
A Ómar Freddy Pabón la selva no le llegó por accidente. Nacido en Charta, un municipio campesino de Santander ubicado a pocas horas de Bucaramanga, su infancia transcurrió entre huertas, quebradas y una escuela agropecuaria. “Me crié en el campo”, recuerda. Allí, siendo monaguillo, empezó a tomar forma una intuición que con el tiempo se volvería vocación: la fe como una manera concreta de cuidar la vida.
Años después estudió Teología en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá y emprendió el camino sacerdotal en la Compañía de Jesús. Su destino pastoral lo llevó a La Macarena, en el Meta, un territorio que él mismo describe como un cruce vivo de mundos: donde confluyen Andes, Orinoquía y Amazonía.
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Llegó en 2019 como diácono, recibió la ordenación sacerdotal en el 2021 y continuó sirviendo como vicario. Hoy acompaña la parroquia Nuestra Señora de La Macarena y esta región tan frágil como extraordinaria. “No es cualquier espacio”, subraya; es un lugar que obliga a mirar con otros ojos la relación entre espiritualidad y territorio.

Ese es, quizá, el hilo que recorre toda su conversación: la convicción de que la defensa del bosque no es solo un asunto técnico, sino un compromiso ético y espiritual. En el lenguaje de la Iglesia Católica, esa convicción dialoga con la “ecología integral” y con una idea que repite con naturalidad —la misma que ha marcado la reflexión del papa Francisco—: “todo está conectado”. La selva que regula las lluvias, las familias que resisten a la deforestación, los ríos que sostienen la vida, los jóvenes que buscan sentido: nada está aislado.
La Macarena le ofreció un aprendizaje a la vez contemplativo y práctico. Contemplativo, porque lo puso frente a una belleza que es también herida. “Este lugar es un signo de Dios”, dice, y de inmediato enumera los riesgos que la atraviesan: la deforestación, los incendios forestales, la ganadería extensiva que arrincona la selva, el deterioro de los suelos y del agua.
También ha sido un aprendizaje práctico, porque lo empujó a tejer alianzas, abrir puertas y sentarse a dialogar incluso donde había reticencias. “Hay mucho por hacer, pero ya no podemos darnos el lujo de no conversar”, admite.
Ahí aparece la Iniciativa Interreligiosa para los Bosques Tropicales y su capítulo local en La Macarena, del cual es miembro activo. El sacerdote jesuita destaca que IRI-Colombia ha logrado sentar en la misma mesa a católicos, pastores evangélicos y otras expresiones de fe sin pretender uniformarlos: “No confrontamos la religión del otro; más bien nos encontramos en el cuidado del bosque”.

Cuidado, la materialización de la fe
Desde su parroquia ha trabajado de forma incansable por aumentar la conciencia sobre la protección de la Amazonía y ha fortalecido la idea de que la incidencia política nace del territorio y se sostiene con participación ciudadana.
El líder religioso sabe que se requieren instituciones presentes, planes de desarrollo que se cumplan, control efectivo de la deforestación y alternativas económicas que no destruyan la selva. En su experiencia, cuando las comunidades participan y las autoridades escuchan, la agenda ambiental deja de ser un anexo y se convierte en prioridad.

Su espiritualidad baja a tierra cuando habla de las tareas concretas: vigilar y restaurar nacederos, evitar quemas, reforestar con especies nativas, cuidar el agua, fortalecer redes locales y exigir rendición de cuentas. Y también cuando se detiene en aquello que muchas veces se pasa por alto, el lugar de la juventud. “Lo más valioso ha sido acercar a los jóvenes al cuidado del ambiente –cuenta–. Allí hay esperanza y continuidad; allí puede arraigar una ética del cuidado que dure más que los proyectos”.
Quizá por eso su idea de legado es tan sencilla y exigente a la vez. Cuando le preguntan cómo le gustaría ser recordado, sonríe y dice: “uno deja los árboles que deja”. No habla de hazañas, sino de aquello que crece, da sombra, sostiene agua y vida, no pertenece a nadie y es responsabilidad de todos. La suya es una frase que condensa una vida campesina y una vocación jesuita; que ata el pasado con el futuro y recuerda que la fe también se mide en hectáreas restauradas, en nacederos protegidos, en jóvenes formados.
Desde La Macarena, el padre Ómar Freddy Pabón insiste en una certeza: la selva no es un decorado ni un recurso infinito; es casa. Y cuidarla, como repite, no es una opción: es la condición de posibilidad para seguir viviendo aquí.
Su apuesta es clara: poner a conversar a quienes piensan distinto, vincular fe y ciencia, abrir la parroquia al territorio, hacer de la palabra “incidencia” una práctica cotidiana. En una región donde todo está conectado, su ministerio también lo está: con los bosques, con el agua, con la gente.
